Mis relatos

En esta sección pondré los relatos relacionados con
el mundo de la bici que he ido redactando en los
últimos tiempos, así como los que se me
ocurran de aquí en adelante; el único requisito
es que lo que cuente tenga que ver de alguna forma
con el ciclismo. Jajajaja

Ahí van:


***
 
Capítulo I
“En el Mirlo hay… algo”
 
El Mirlo; era previsible que un día u otro acabara interponiéndose entre
todos nosotros, reclamando con autoridad el lugar que el destino había
deparado para él; el lugar al que estaba predestinado desde el albor de
los tiempos; yo he intentado impedirlo con todas mis fuerzas; pero no he
podido evitar que la lógica acabara imponiéndose; era inevitable; su llamada,
fuerte y nítida, nos ha llegado con claridad; no podía ser de otra forma; no
sé cómo, pero el caso es que desde hace unas semanas el Mirlo ha sido
el tema central de nuestras conversaciones cotidianas; la mayoría ni
siquiera lo conocían; otros tan sólo de referencias; también quienes
habían intentado coronar sus afiladas pendientes, sucumbiendo
irremisiblemente al experimentar en sus carnes su tremenda dureza; tan
sólo unos cuantos elegidos lo han podido rematar con éxito; lo que sí
es seguro es que nadie conoce el secreto terrorífico que encierra
entre sus empinados repechos; pero yo sí … de ahí mi afán en
evitar que trascendiera; de ahí que haya intentado impedir por
todos los medios que saciara su voraz apetito; ahora sólo
me queda reconocer que he fracasado; con estrépito.
 
Sabía muy bien que el Mirlo iba a despertar, cuanto menos,
una inevitable curiosidad en todos nosotros, así como una fuerza
irrefrenable de medirse a él en casi todos; por eso no me extrañó
en absoluto que uno de nosotros -ahora no recuerdo quien fue, aunque
podría haber sido cualquiera- fruto de los comentarios que se
sucedían sin remedio sobre sus durísimas cuestas,
me pidiera que preparara su subida para la siguiente salida;
no pude negarme y así lo hice; sin embargo, a última hora decidimos
descartarlo dado que la noche anterior estuvo lloviendo y el terreno
previsiblemente estaría demasiado blando; quedamos entonces
en intentarlo el martes pasado, a las 18:30 horas, pero tampoco pudo ser;
unas horas antes yo mismo tuve un imprevisto que lo impidió; el jueves
pasado quedé nuevamente con uno de nosotros en el parque a las
8:00 horas del día siguiente; nuevamente mi pretensión
era atacar el Mirlo, pero tampoco en esta ocasión pudimos
siquiera intentarlo debido a que unas horas después esa
persona me comunicó que no podría venir; además, estuvo
lloviendo todo el día; quiere ello decir que hasta ahora, después de
varios intentos, por una causa u otra,  no hemos podido realizar
la etapa; yo sé el motivo; es como si alguien intentara
protegernos; “¿de qué?”, os preguntaréis; seguir leyendo
y pronto lo sabréis.
 
Desde hace casi un año guardo un secreto aterrador y tengo ya
necesidad de liberarme de él, contándolo; he intentado desvelarlo
varias veces, pero hasta ahora no he podido hacerlo; hoy estoy
decidido; son las 2:37 horas de la madrugada del Viernes
Santo del año 2009 y estoy aquí, en mi casa, solo, en el
comedor, frente al portátil; mi mujer y mis hijos están ya en la
cama; os aseguro que tengo miedo por los recuerdos que
me vienen a la mente; acabo de oír un ruido que me ha
sobresaltado; he ido a comprobar con recelo habitación
por habitación que todo esté bien; habrá sido el perro … seguro.
 
Me voy a referir a algo que aconteció en el mes de julio
del año pasado que me dejó helado; se me erizan
los vellos del cuerpo tan sólo de pensarlo, pero no puedo seguir
ocultándolo más tiempo; no pretendo que nadie me crea;
ni siquiera yo sé, casi un año después, si los extraños
sucesos que voy a relataros realmente acontecieron; ojalá
que todo haya sido un sueño; un mal sueño; esto es lo
único que me consuela … pero mucho me temo que no;
mucho me temo que en el Mirlo hay … algo.
 
18 de julio de 2008; son las 19:30 horas de la tarde; hace una
calor insoportable; es viernes y acabo de llegar del trabajo;
mi intención es salir en bici esta misma tarde; me he
puesto en contacto con los que normalmente salgo pero
ninguno de ellos está disponible; es igual; saldré solo; a última
hora he decidido que, aprovechando que estoy en muy buena
 forma, la salida incluya la subida al Mirlo; son las 19:50 horas y
ya estoy preparado en la calle con la bici; tardo algo más
de 5 minutos en activar el GPS; quedan muy pocos minutos
para las 20:00 horas  cuando empiezo a rodar; en la calle
Mayor, no sé por qué, hay más gente que de costumbre;
estoy a punto de atropellar a un niño que estaba jugando
con un balón de playa; se queda mirándome con una mirada
extraña, como si quisiera advertirme de algo; no le presto
ninguna atención; por fortuna los frenos de la bici han
actuado con total eficacia; es lo que se espera de ellos.
 
El terreno está en perfectas condiciones y la temperatura,
una vez llego al puente de Can Rabella, parece ya algo más
soportable; menos mal; cruzo la riera por primera vez; Can
Planas; el estanque; el segundo paso por la riera … todo normal;
estoy disfrutando; reitero que me encuentro muy bien de forma
y pedaleo sin dificultad; no me he cruzado con nadie; tampoco
he visto a nadie paseando; parece raro que con el día que
hace no haya nadie en el bosque; “ellos se lo pierden”, pensé;
a la altura del salto de agua, más o menos, parece que el
cambio empieza a fallar; de repente me cuesta horrores
pedalear; es como si llevara el máximo desarrollo; pero no;
compruebo que llevo puesto el plato mediano; al principio,
continuo pedaleando, pero pronto me doy cuenta de que
es imposible; no puedo más; jamás había tenido una
sensación semejante; no me queda más remedio que parar; 
apoyo la bici en un árbol; curiosamente, no sé por qué,
comienzo a sentir frío; pero eso es imposible; estamos en
pleno mes de julio y hace calor; me percato de que se ha hecho
el silencio total; los pájaros han dejado de cantar; no siento
el ruido que hace al agua bajando por la riera, chocando
contra las piedras del arroyo; parece como si alguien hubiera
bajado a tope  el volumen ambiental; es como si estuviera
solo en la montaña; no le doy importancia y sigo a lo mío;
cuando me dispongo a mirar la bici intentando descubrir que
le pasa, veo a lo lejos a un ciclista que se me aproxima;
va vestido de negro y no lleva casco; tan sólo lleva un pañuelo
oscuro en la cabeza; lo que me llama la atención de él es que
mueve la bici con una enorme facilidad; es como si en vez de
rodar, flotara; empiezo a tener una sensación rara en el cuerpo;
ahora no sólo siento frío, sino que, no sé por qué, me he puesto
a temblar ligeramente; el silencio del bosque es absoluto; es
más que eso: es aterrador; incluso se diría que ha empezado a
anochecer; no; no puede ser; son poco más de las 20:15 horas y
estamos en el mes de julio; algo me dice que me tengo que
marchar de allí lo más rápidamente que pueda; y eso es lo
que hago; sin pensarlo más; un poco antes de iniciar la marcha,
me giro para ver si viene el ciclista, pero ya no lo veo; “mejor”, pensé;
continúo la marcha sin problemas; la bici va bien; de vez en cuando
giro la cabeza pero no veo al ciclista; no veo a nadie; es como
si estuviera solo en el mundo; llego al restaurante de “Las 3 Ollas”
y sigo sin ver a nadie; esto me parece ya muy raro; no son ni
siquiera las 20:30 horas de mediados de julio y no hay nadie
en el restaurante; sólo veo a un niño más allá del puente que está
jugando con un balón de playa en medio de la carretera; no, no
creo que se trate del mismo niño que estuve a punto de
atropellar en la calle Mayor; sería imposible que estuviera allí;
no veo a nadie más; mi primera intención fue aproximarme al
niño para decirle que se apartara de la carretera,  pero mi instinto,
velando nuevamente por mí, me aconseja que me vaya de allí
enseguida; nuevamente le hago caso y me alejo como
“alma que lleva el diablo”;  nunca mejor dicho; otro en mi lugar
hubiera regresado a casa por el camino más corto; pero yo no;
soy cabezón; me dispongo a terminar la etapa que había
previsto, sin más incidencias, y comienzo a rodar nuevamente; 
continúo por la pista asfaltada que hay enfrente del
restaurante –no confundir con el Mortirolo- y al poco tiempo tomo
ya la pista de tierra de la izquierda, dispuesto a encarar el Mirlo;
el silencio empieza  a ser preocupante; hay algo raro que flota
en el ambiente; noto la presencia de algo inquietante que
me observa; pero no hago caso; bastante tengo con las
rampas que ya he empezado a subir; me he propuesto
no sobrepasar las 180 ppm máximas y por eso, ya desde la
cadena, he puesto el plato pequeño; quiero subir relajado, pero,
sobre todo, quiero estar bien a la hora de afrontar la última
rampa, que es la más dura; empiezo a subir; reconozco que me
encuentro muy bien; casi no me cuesta pedalear, ni siquiera
ahora, en el Mirlo; tengo la tentación de poner el plato mediano,
pero finalmente decido no hacerlo y reservarme; de eso se
trata; voy controlando perfectamente las pulsaciones; no
paso de 150; perfecto; de repente, noto un pequeño chasquido
en el cambio y bajo la cabeza para ver que pasa; me entretengo
cambiando varias veces los piñones y parece que responden
bien; cuando levanto la cabeza y miro al frente, me doy cuenta
de que, escasamente a diez metros de mí, se me aproxima el
ciclista del pañuelo negro; está bajando por la misma rampa
que yo estoy subiendo; nos cruzamos sin remedio;
 ahora sí que he podido verle la cara; al pasar junto a mí me ha
mirado dejando entrever una sonrisa que me ha sobrecogido; de
repente las pulsaciones han subido hasta 190 y eso que aún no
he empezado a subir las rampas más duras; ¿qué me pasa?;
me entra un escalofrío que me recorre el cuerpo de punta a punta
y que prácticamente me ha inmovilizado todos los músculos;
casi no puedo pedalear; sospecho que está a punto de ocurrir
algo que va a marcar mi existencia para siempre.
 
Pude recordar que hacía unos días había tenido un sueño
en el que aparecía yo subiendo La Salud de Sant Feliu junto
con un grupo de ciclistas de élite, entre los que se encontraban
 figuras ilustres del ciclismo como Julien Absolón, Carlos Coloma
o un tal Alejandro Díaz de la Peña; en cuanto a este último,
yo no sabía quién era;  unos días más tarde supe que es paisano mío,
ya que nació en Almendralejo, y que unos años antes había sido
campeón de España de BTT; ¿qué hacía este sujeto en mi sueño,
si yo no lo conocía, si ni siquiera había oído hablar de él?;
¿por qué yo sabía no sólo su nombre, sino también sus apellidos?;
no lo sé; puede que también estuviera Sergi, pero no estoy seguro;
quien sí estaba era Jordi Reyes, lo cual me sorprendió; igual se trataba
del presagio de que un día será el buen ciclista que todos esperamos
de él; ya veis que soñar no cuesta nada; el grupo era compacto; íbamos
 todos juntos, aunque Absolón, alardeando de que era el vigente
campeón del mundo y campeón olímpico, iba en cabeza,
marcando el ritmo; cuando faltaban unos 500 metros para llegar a la
carretera divisamos a un ciclista; tenía una forma rara de pedalear;
de hecho parecía que no pedaleaba; nos miramos todos y salimos
en su caza, arrancando de forma salvaje; Absolón tomó unos metros
de ventaja, pero yo, tras poner el máximo desarrollo, lo alcancé y
lo pasé con estrépito; dijo algo en francés, pero enseguida
comprendió que no podía seguirme; era demasiado para él;
ya os he dicho que soñar no cuesta nada; desde luego fui el
primero que alcanzó al ciclista; era un pobre hombre que iba
sufriendo como yo nunca había visto antes sufrir a nadie; me
sorprendió que no llevara casco, sino un pañuelo negro en la cabeza;
unos metros antes de alcanzarlo aceleré aún más el ritmo y
lo pasé como un obús, y al pasarlo, no sé por qué, me quedé
mirándolo con desprecio;  incluso giré la cabeza para ver su cara
de sufrimiento; al cabo de unos segundos llegaron los demás,
encabezados por Jordi Reyes, que también había logrado zafarse
de Absolón; os recuerdo que estamos dentro de un sueño,
donde todo es posible; unos minutos más tarde llegó aquel
hombrecillo; casi no podía respirar; se le veía avergonzado;
bajaba la mirada en señal de sumisión y reconocimiento
de nuestra mejor condición; algunos de los que estábamos
allí hizo algún que otro comentario despectivo hacia él; pero
os aseguro que yo no; al poco tiempo se marchó cabizbajo; 
y lo hizo con su mirada clavada en mí, como responsabilizándome
de la situación; puede que incluso dijera algo, pero yo no pude oírle.
 
Aunque ello parezca imposible, estoy seguro de que este
hombrecillo era el mismo que acababa de cruzarse conmigo
en el Mirlo; pero ahora era él quien me había mirado a mí de
forma inquietante; no tuve tiempo de pensar por donde había
subido; era totalmente imposible que estuviera bajando el Mirlo;
no había ningún otro camino por el que pudiera haber subido
antes sin que yo lo hubiera visto; y a mí no me había pasado;
¿por donde pasó entonces?; no lo sé; no quiero saberlo;
yo prácticamente no podía pedalear, pero esta vez el problema
no estaba en la bici; no sé cómo, pero me rehíce como pude;
ahora empezaban las rampas más duras; pedaleaba con fuerza;
no me atrevía a mirar atrás; cuando faltaban unos 100 metros
para llegar al cambio de rasante, que es lo más duro del Mirlo,
noté la misma sensación que tuve en la Rierada, cerca del
salto de agua; parecía que desde el infierno alguien agarraba la bici
y me impedía continuar; imaginaros lo difícil que sería
para mí seguir, si esa misma sensación me había hecho bajarme
de la bici en llano unos instantes antes, en La Rierada; no sé de
donde saqué fuerzas, pero el caso es que pude continuar unos
metros más … justo hasta llegar al cambio de rasante; de aquí
me fue ya totalmente imposible pasar; no tuve más remedio que poner
pie en tierra para tomar aliento; no tengo palabras para describir
ese momento; se había levantado una repentina y densa niebla que
me impedía ver más allá de unos 50 metros; pensé en sacar de la
mochila un pequeño faro que utilizo en las salidas nocturnas y que
coloco en el casco; pero para qué; el aire se había hecho insoportable,
si es que había aire; había desaparecido de golpe toda señal de
vida; el silencio era sepulcral; allí no había ni un sólo resquicio
de vida; sólo yo; no me atrevía a mirar atrás; me aterraba
pensar en lo que aún me quedaba; no sabía si terminar lo que
me quedaba de la rampa, que era lo más duro, pedaleando o
corriendo, dejando en este último caso la bici allí, a merced de
aquel sujeto; de pronto divisé nuevamente su amenazadora
silueta a lo lejos, entre la niebla; estaba subiendo la rampa y
se me aproximaba a marchas forzadas;  os aseguro que
se trataba de una visión fantasmagórica que haría que
cualquiera quedara petrificado, inmovilizado, sin posibilidad
de reaccionar; yo no entendía nada; quería convencerme 
de que estaba dentro de una pesadilla de la que lograría
despertarme felizmente de un momento a otro; pero no; los
minutos pasaban y aquello cada vez me parecía más aterrador;
 lo que me estaba ocurriendo era real; ¿por qué?; volví a tener la
misma impresión que tuve que cuando lo vi la primera vez en
La Rierada; subía con una facilidad fuera de lo común; nuevamente
parecía que flotara en el aire … pero no me quedé para averiguarlo;
no sé cómo, pero el caso es que me subí en la bici y pedaleé como
si llevara al diablo pegado en el zancajo; puede que efectivamente
lo llevara; ni podía ni quería mirar para atrás; pero eso no me impedía
saber que alguien o algo venía detrás de mí; podía oler
su putrefacto aliento; irremediablemente pensé en mis seres queridos;
mi final estaba cerca; es curioso cómo en estos momentos,
en cuestión de segundos, uno repasa su propia vida como si
se tratara de la reproducción de una vieja cinta de video 
que pasa a una velocidad vertiginosa; pensaba que en
cualquier momento me iban a rebanar el pescuezo;
incluso, en un acto reflejo de supervivencia, bajé la cabeza
intentando protegerme; ¿protegerme de qué?; no lo sé.
 
La dureza del terreno no me permitía avanzar deprisa; aquellos
instantes fueron para mí interminables; más que eso; no sólo
debía preocuparme de aquello que aparentemente venía tras
de mí con la peor de las intenciones, sino que, detrás de cada
árbol, de cada roca que iba superando totalmente angustiado,
esperando el final que el destino cruelmente había deparado para mí,
podía intuir que había algo o alguien que me observaba, esperando
su momento; puede que tan sólo se tratara de visiones
espectrales provocadas por el espanto en el que estaba sumido,
pero os aseguro que las figuras amorfas que percibía
me parecían de lo más real.     
 
Llegando al final de la última rampa, aprovechando la curva
a la izquierda que felizmente indica el final del sufrimiento dado
que el terreno deja ya de empinarse, me atreví a mirar para atrás
y comprobé que no había nadie detrás de mí; me alivié; seguí
pedaleando; me quedaba ya poco para llegar a la carretera;
la niebla había empezado a desaparecer; ahora sí que puse
el plato mediano; puede que incluso el grande; la rampa ya no
tenía ni de lejos el desnivel del principio; una vez cerca de la
carretera, antes de cruzar, sintiéndome ya seguro y para
convencerme de que no era ningún cobarde, incluso me paré y
miré para atrás; quería saber si aquel ser, fuera lo que fuere,
aún estaba por allí y gritarle: “¿por qué me sigues?; ¿qué te he hecho?”;
pero ya no lo vi; la luz había vuelto al Mirlo, con todo su esplendor;
empecé a oír nuevamente el ruido del bosque; una sensación de
 tranquilidad y de sosiego se adueñó de mí;  empecé a bajar por
la carretera; pero no había pasado ni medio minuto cuando de
repente noté nuevamente la sensación de que tenía a alguien
pegado en el cogote; otra vez; no quería girarme; aceleré cuanto
pude, pero no pude evitar que la sombra de un ciclista me
sobrepasara; ahora sí; nuevamente pensé que había llegado
mi hora; pero no; aquella sombra tenía dueño, y éste no era
otro que un ciclista de carretera que me pasó como una exhalación
 gracias a su plato de 52 dientes; respiré tranquilo; “menos mal”,
pensé; yo continué mi camino; sin pausas; sin más sobresaltos.
 
Cuando llegué a la plaza de la Vila, totalmente exhausto,
me senté en un banco y miré la hora; las 21:10 y aún era de día;
había sol; no entendía que en el Mirlo casi se hubiera hecho de
noche instantes antes; la plaza estaba llena de gente; cuando
habían pasado unos 10 minutos, después de recobrar la serenidad,
me dispuse ya a marcharme; pero entre el bullicio de la gente, 
pude observar la figura de un niño jugando con un balón de playa;
aunque parezca mentira, ahora sí que estaba seguro de que se
trataba del mismo niño que había visto cerca de “Las 3 Ollas”
instantes antes; puede que incluso fuera el mismo que vi al principio,
en la calle Mayor; de repente, el niño lanzó el balón al aire y éste
vino rodando hacia donde yo estaba, chocando contra la bici;
comprobé cómo el niño giraba la cabeza buscando su balón y
se paró al localizarlo, justo en donde yo estaba; parecía un
movimiento premeditado, casi a cámara lenta, escalofriante;
yo me había subido ya en la bici; el niño se quedó mirándome
fijamente y sonrió de una forma muy extraña; era una sonrisa
impropia para un niño de su edad; como si nuevamente quisiera
decirme o advertirme de algo; pero yo no tenía ánimos para averiguarlo;
arranqué tan fuerte como pude y me marché de allí.
 
Estos fueron los acontecimientos que me tocaron vivir en
el Mirlo el día 18 de julio de 2008;  pero aún no había pasado todo;
cuando llegué a casa y descargué el track del GPS, pude observar,
totalmente atónito, que no había nada grabado en la zona del Mirlo;
los tracks anteriores y posteriores al Mirlo sí estaban; en cambio, el track
que debería haber desde la cadena hasta la carretera no; mi sorpresa
fue aún mayor cuando comprobé que el tiempo que marcaba el
cuentakilómetros era de 39 minutos; faltaban aproximadamente
unos 25 minutos; los mismos que, más o menos, tardé en subir
el Mirlo; pensé que se trataba de un simple error, y para
comprobarlo miré el tiempo en el GPS; sorprendentemente
también marcada 39 minutos; ¿qué demonios había pasado?;
¿fue todo un sueño? … no lo sé; nunca lo he sabido; lo que sí
sé es que en el Mirlo hay algo… o alguien que nos espera;
lo supe al cabo de unos días cuando me encontré nuevamente
con el ciclista del pañuelo negro en la cabeza;  pero eso
es algo que no quiero volver a recordar; se me hiela
la sangre sólo de pensarlo.
 

Capítulo II
“Si me pierdo… no me busquéis en el Cabestro
(no digas que fue en sueño)

 La temeridad ha sido siempre una cualidad humana que
nos ha distinguido de los animales, aunque por fortuna,
no la única; en la historia de la Humanidad han habido
grandes logros gracias a la temeridad de unos cuantos; pero
al mismo tiempo, la temeridad de otros ha propiciado
grandes catástrofes; tenemos infinidad de ejemplos ilustrativos;
así ha sido siempre y así seguirá siendo.

 En nuestro caso, creo sinceramente que ha sido una manifiesta
temeridad que se me haya pedido que revele cómo
fue mi segundo encuentro con el ciclista del pañuelo negro;
estaremos atentos a lo que suceda a partir de ahora; en mi
 crónica del día 11 de abril de 2009, fecha en la que, por cierto,
cumplía 49 años, ya advertí que era mejor no recordar aquellos
acontecimientos; ahora que alguien me lo ha pedido, no me
queda más opción que volver a recordarlo;  espero que ello
no traiga trágicas consecuencias; lo que sí quiero decir es que
si aquel relato os inquietó de alguna forma,  no sigáis leyendo;
por vuestro bien; lo que sigue a continuación escapa de los límites
de la lógica, la racionalidad y la cordura;  os aseguro que
lo que vais a oír, aunque increíble, es rigurosamente cierto;
no perdamos más tiempo; es muy posible que después de
confiaros esta experiencia, por fin pueda alcanzar la paz y
la tranquilidad que he anhelado durante estos últimos meses;
eso, y no la evidente temeridad que han mostrado unos
cuantos al pedirme que revele lo que sigue a
continuación   -perdonadme, pero así es-  es lo que me lleva a
continuar adelante; pido perdón desde ahora a todo aquel
que no pueda, o no quiera, dejar de leer el relato que
estoy a punto de iniciar; aún estáis a tiempo de retiraros
para hacer algo más provechoso; seguro que lo hay;
que conste que yo os he advertido.

La autosugestión también ha sido siempre algo consustancial
al género humano, vetado a los animales; podemos
definirla de muchas maneras; convencerse uno mismo de la
existencia de algo inexistente o de la inexistencia de algo
existente pudiera catalogarse  -creo-  como una forma de
 autosugestión; desconozco sinceramente si esta frase ha
sido pronunciada antes  -puede que sí-  pero creo que
es la que mejor define mi comportamiento tras los extraños
sucesos del día 18 de julio de 2008 en el Mirlo; ya veréis.

Mi relato debo iniciarlo en una tarde del mes de septiembre
del año pasado; hacía pocos días que había regresado
 de las vacaciones y, como es lógico, quería reencontrarme
con mis parajes favoritos: la Siberia, la Salud, el Sendero
del Instituto, la Trialera de Can Campmany, el Atajo del Cojo, … y
 tantos y tantos otros; como cada año por las mismas fechas,
echaba de menos las salidas en bici por nuestras zonas de siempre,
y eso que, como venía siendo ya habitual, me había llevado
la bici de vacaciones; pero claro …  no es lo mismo.

He oído hasta la saciedad que salir con la bici a un ritmo aeróbico,
no sobrepasando el 60 o 70% de la frecuencia cardíaca (fc) máxima,
ayuda a coger un buen fondo, sobre todo si las salidas las
efectuamos con una buena bicicleta de carretera; yo puedo
asegurar que no … cuanto menos en mi caso; igual es que yo soy
una rara avis; después de haber estado durante más de dos semanas
saliendo con la bici cada día, en los que hacía unos 50 kilómetros
diarios a una velocidad media de 25 kilómetros a la hora, siempre
por carreteras lisas como la palma de la mano, os aseguro que
ello no impidió que perdiera la buena forma que tenía antes de
iniciar las vacaciones; cada año me pasa lo mismo; de hecho,
 en las próximas vacaciones no tengo ya ninguna intención de
llevarme la bici; ¿para qué?; seguramente la forma la
perderé igual, haga lo que haga.

Por tal motivo, cuando regresé en septiembre, partía
 prácticamente de cero, aunque ello no supuso para mí
ningún perjuicio; había pasado ya casi dos meses desde el
incidente que tuve en el Mirlo y, como no había tenido
ninguna otra experiencia que de alguna forma pudiera indicarme
otra cosa, había llegado a la conclusión de que todo ello se
debió a un desfallecimiento o, lo que es lo mismo, a una
pérdida parcial de la conciencia como consecuencia del
calor o de un esfuerzo desmesurado; había llegado al
convencimiento de que aquella tarde del día 18 de julio de
2008, por alguna razón desconocida, llegué a confundir la
realidad con la ficción; no; no creo que se tratara de una especie
de paranoia; ahora lo sé; en definitiva, y a ello me refería al
principio, me había autosugestionado de que todo iba bien; me
había convencido de que todo lo que pasó, realmente no llegó
a pasar; llegué a negar aquellos sucesos tan extraños, que
comenzaron con la visión fantasmagórica que tuve del ciclista del
 pañuelo negro en la Rierada y que culminaron en el Mirlo,
pasando por las miradas escalofriantes de aquel niño del balón;
nada de eso habría ocurrido; en el fondo, el máximo interesado en
negar la existencia de todos estos acontecimientos, era yo;
no quería que nada ni nadie perturbara mis salidas en bici;
 y mucho menos aquellos sucesos; por eso me autosugestioné;
me convencí de que no había pasado nada; nada de nada ...

Yo había podido por fin liberarme de esos recuerdos cuando
aquella maldita tarde del mes de septiembre  -ni siquiera
recuerdo el día exacto- me dispuse a salir con la bici; como os
he dicho, hacía ya unas semanas que el Mirlo había dejado de
 perseguirme; ya no me acordaba de él; ni siquiera en sueños;
por eso no debió extrañarme que en La Salud de Sant Feliu,
al poco de pasar la cadena   -que es donde comienzan las rampas
más duras-   oyera algo parecido a una voz que parecía susurrar:
“vuéllllllllvete, no siiiiiiiigas”; debí pensar que se trataba del viento;
pero si me lo permitís, dejadme que comience el
relato un poco antes.

De aquella tarde recuerdo bien que era muy calurosa;
 llegué a mi casa alrededor de las 19:00 horas con la intención
 de salir en bici; diez minutos más tarde estaba ya en la calle
esperando a que se activara al GPS; cuando esto sucedió, salí
con rapidez; iba solo; no recuerdo por qué no venían los demás;
sí que sé que mi intención era subir La Salud de Sant Feliu,
continuar por la Trialera de Can Cuiàs, cortando por lo que
conocemos como el Atajo del Cojo, y seguir desde la explanada
de Can Cuiàs hasta la Casa de los oKupas, a través de Mas Sauró y
 Can Campmany, y regresar a casa por la Carretera de Vallvidrera,
la Trialera de Can Campmany  -la que cruza la propia carretera-,
Can Tintorer y La Flamenquilla; era un recorrido que ya había
realizado otras veces y que me llevaba no más de una hora y
tres cuartos; como sabéis lo tengo controlado en el PC;
consiguientemente, teniendo en cuenta que salía de casa a las
19:15 horas, ello significaba que volvería, como mucho, alrededor
de las 21 horas, es decir, volvería con luz solar; de sobras;
 ya veréis que equivocado estaba.

El primer incidente no tardaría en llegar; no había llegado aún
al Polígono de El Pla, cuando noté que la rueda delantera iba
prácticamente deshinchada; aquello me fastidió mucho, dado que
no quería perder tiempo; en el fondo lo que pretendía era realizar
la etapa en toda su integridad, sin tener que acortarla por cualquier
incidente que pudiera acontecerme; por tal motivo lo que hice, creo
que con buen criterio, fue dirigirme rápidamente hacia la gasolinera,
 que por cierto estaba muy cerca, para hinchar la rueda con el compresor;
estaba seguro de que no estaba pinchada; el sistema “tubeless”
 haría su trabajo; para eso está; y efectivamente así fue;
aquella tarde no volví a tener problemas … con la rueda.

Llegando ya a Sant Feliu, unos 100 metros antes de la fábrica
 Monty, se pusieron a mi altura dos ciclistas, uno por cada lado;
no advertí nada raro en ninguno de los dos; el que tenía a mi
izquierda me preguntó dónde iba, y al contestarle que pretendía
subir por La Salud, se pusieron a reír y se marcharon acelerando
 bruscamente sus bicicletas; yo no pude seguirlos; no noté nada
extraordinario, salvo que uno de ellos, cuya cara me parecía
conocida, llevaba una bici KTM rígida, de color naranja, preciosa;
yo estuve barajando la posibilidad de comprarme una igual; tampoco
relacioné aquello con los sucesos del Mirlo; ¿por qué debía hacerlo?;
ya os he dicho que había logrado olvidarme  totalmente de ello;
consiguientemente seguí mi camino sin pensar en nada más;
tan sólo en el buen nivel que tenían aquellos dos individuos y
en la KTM nueva de trinca que, como he dicho, llevaba uno de ellos.

Esta vez debo reconocer que no me encontraba en tan
buen estado de forma cómo la tarde del 18 de julio de 2008;
pero eso no significa que estuviera mal; empecé subiendo
La Salud y lo hacía con cierta agilidad; cerca del cementerio ya
pasé a 2 o 3 ciclistas; y un poco más adelante, antes de dejar
el asfalto, también pasé a un grupo de otros 6 o 7 ciclistas más;
ciertamente no iba tan mal como yo pensaba; a la altura del
merendero iba ya solo; eso era, al menos, lo que yo pensaba.

Los que salimos en bici con asiduidad sabemos
que hay momentos en los que, por no conllevar el terreno una
gran dificultad, ello nos permite ir pendientes de todo; a veces
incluso nos da tiempo de contar las piedras que vamos dejando atrás;
miramos todo lo que nos rodea, sin perder detalle de nada;
 la mayoría de las veces empleamos este tiempo, los “minutos
de la basura” en términos baloncestistas, para hablar con nosotros
mismos; repasamos las vivencias del día o lo que pretendemos
 hacer al día siguiente; estoy seguro que más de un buen
negocio se ha fraguado gracias a que su artífice pudo
 pensar en él a la vez que subía, de forma relajada,
La Salud; o La Siberia; da lo mismo; pues bien, eso era lo
que me ocurría a mí aquella tarde del mes de septiembre;
iba subiendo La Salud, pero, al mismo tiempo, dado que el terreno
y el suave ritmo que me había impuesto lo permitía, iba pendiente
de todo lo que acontecía a mi alrededor; y mi sombra constituía
un buen entretenimiento; sí; confieso que iba mirando mi
 propia sombra; ¿y qué?; seguro que vosotros también
lo habéis hecho alguna vez; se reflejaba en el suelo con una
claridad inusitada; la veía subir La Salud con agilidad; no
había nada que se le resistiera; tan pronto se reflejaba en la riera
como en las piedras que yo me entretenía examinando al pasar;
avanzaba sin oposición; si me permitís la expresión, se la veía
contenta; un poco antes de llegar al repecho de lo que conocemos
como “la pista del tronco”, me di cuenta de que había desaparecido;
 inmediatamente pensé lo que cualquiera hubiera pensado en
idénticas circunstancias, que lo que realmente había sucedido
es que los rayos del sol no llegaban con nitidez a aquella zona,
lo que habría propiciado que la sombra se difuminara; pero no;
 había un sol espléndido que lo iluminaba todo; incluso pude
comprobar cómo los árboles que por allí habían reflejaban
sus sombras con total nitidez; ¿dónde estaba la mía?; confieso
que ello me asustó un poco, aunque no lo suficiente para hacerme
 retroceder y marcharme de allí; ni siquiera me marché cuando,
tras girarme, me pareció ver algo parecido a la sombra de un
ciclista que parecía huir despavorida Salud abajo; si aquella
 tarde hubiera sabido, tal y como ahora sé, que aquella sombra
era la mía, desde luego que yo mismo hubiera hecho lo mismo;
pero no; ¿quién puede pensar que las sombras tengan
vida propia?; eso sólo debería ocurrir en el mundo de lo irracional;
en las películas de Tim Burton; pero no en el mundo real; y
verdaderamente así es; lo que ocurre es que hay ocasiones
en que hay algo inexplicable que origina que la realidad se
confunda con la ficción; nadie puede evitarlo; eso fue lo que
debió sucederme a mí aquella tarde del mes de septiembre;
pero no le di importancia; ¿por qué?; me lo he preguntado
muchas veces, pero hasta ahora no he podido
encontrar una respuesta.

La Salud; en términos de BTT, para nosotros sería el trayecto
 que, partiendo desde las inmediaciones del cementerio de
Sant Feliu, termina en la carretera de Vallvidrera, y más
 técnicamente, en el Coll de Les Torres; yo la tengo controlada
perfectamente: tiene aproximadamente un total de 6,20 km.,
un ascenso acumulado de 335 m. con un 5,91% de desnivel
positivo medio, y un descenso acumulado de 36 m. con un 
desnivel negativo medio de 7,52%; se trata de uno de los
itinerarios más bonitos que podemos hacer; el paisaje, enclavado
en el mismo corazón de la sierra de Collserola, es impresionante;
da gusto pedalear por aquí; la sensación que se tiene al pedalear,
 sobre todo cuando uno va bien, no puede compararse con nada;
os recomendaría a todos que bajárais La Salud una tarde de verano,
 a última hora, cuando los rayos de sol empiezan ya a rendirse;
 la sensación es indescriptible; además de ello,
se trata de un itinerario muy completo; encontramos
prácticamente de todo: llanos, bajadas y subidas, aunque
predominen estas últimas; en cambio para otros, el trayecto
que va desde el cementerio hasta la cadena sería lo que propiamente
se conoce como La Salud, en tanto que denominan La Creu
al tramo que va desde la cadena hasta la carretera, o al Coll de
 Les Torres, si se quiere; es igual; no tiene ninguna importancia;
 el sufrimiento es, en cualquier caso, el mismo.

Muchas veces hemos referido que lo verdaderamente
duro de La Salud empieza precisamente en la cadena, y que
es justo al final, llegando a la carretera, cuando las últimas
 rampas se hacen ya insoportables por su dureza; supongo que el
cansancio acumulado también tendrá algo que ver; yo no estoy
totalmente de acuerdo; para mí el tramo que transcurre entre la
 llamada “pista del tronco”   hasta la cadena, es tan duro como
el que más; y desde luego siempre pasa factura, sobre todo
cuando pretendemos hacerlo alardeando; en este caso nada nos
libra de tener que pagar el correspondiente peaje, y éste no es
 otro que un acusado incremento en nuestras pulsaciones al llegar a
la cadena; poca gente hay que al llegar a la cadena no supere
ampliamente las 180 ppm; en nuestro grupo muy pocos están
exentos del pago de dicho tributo; el resto debemos conformarnos
con llegar a la cadena asfixiados, a más de 180 ppm; poca gente
 sabe que cuando el trayecto de La Salud lo hacemos en un
grupo numeroso, la cadena sirve para que los que nos
destacamos algo del resto, nos demos un merecido
respiro en este punto mientras esperamos a los demás.

Esta vez yo iba solo; no había nadie a quien esperar
al llegar a la cadena; y por eso no esperé; continué pedaleando;
dado que, como he referido, estaba más bien algo bajo de forma,
acusé sobremanera las rampas anteriores; de hecho cuando
sobrepasé la cadena me sentía bastante agotado; las pulsaciones
se me habían disparado cerca de 190 sin que pudiera remediarlo.

Todos sabemos que unos metros después de pasar la
 cadena existen en el suelo unos extraños agujeros; confieso
que yo nunca he sabido su finalidad; alguien con mucha
imaginación podría pensar que tienen como finalidad oxigenar
las llamas del infierno; cada cual que piense lo que quiera,
que para eso vivimos en democracia; cada vez que paso por allí
no puedo evitar bajar la cabeza y mirarlos; y esta vez no supuso
excepción alguna; eso debió distraerme lo suficiente para no darme
cuenta de que justo en ese instante, una voz que parecía surgir de
debajo de la tierra, susurrara algo parecido a:  “vuéllllllllvete, no siiiiiiiigas”;
parecía como si procediera de aquellos agujeros, o lo que es lo
mismo, del mismo infierno;  esto lo supe después; en ese momento
lo único que podía hacer era achacarlo todo al
viento; ¿qué podía hacer si no?.

Si uno no viene demasiado cansado, esta es una de las zonas
más placenteras de La Salud; tras estos extraños agujeros,
sigue un tramo de falso llano que termina, tras una ligera bajada,
en la Torre del Bisbe; antes hay que decidir, en bajada y en décimas
 de segundos, si se opta por la pista de la derecha  -que es la que casi
todos tomamos y que termina en la carretera de Vallvidrera, conocida
vulgarmente como “la larga”-,   o la de la izquierda  -que es lo
que se conoce como la Sargantana o, en nombre más técnico, la
Socarrada: se trata de un trayecto más corto, que igualmente
termina en la carretera, pero con un desnivel fuera de lo común-; 
naturalmente yo opté por la pista de la derecha, mucho más
placentera, a pesar de que el falso llano había ayudado a que
me recuperara; pues bien, fue justo a partir de este momento
cuando empezaron mis problemas.

Tras pasar la Torre del Bisbe sigue un tramo en bajada, al final
del cual hay una curva a la izquierda en la que, debido a
 la humedad existente, normalmente se acumula un poco de agua
 o, como mínimo, algo de barro; incluso en verano; ello origina
que los bikers no muy avezados, si no toman las debidas precauciones,
puedan llevarse algún que otro susto; yo mismo he visto alguna
 que otra caída en esta zona y, desde luego, muchos extraños
en las bicis; a mí me ha pasado en más de una ocasión; pero
este día la bici no me hizo ningún extraño; lo que pasó fue que
no me di cuenta de que el terreno estaba más embarrado de lo
que era habitual y me caí sin remedio, con tan mala suerte que
me golpeé la cabeza con algo duro que había en el suelo; suerte
que llevaba casco, aunque éste no pudo evitar el fuerte golpe que
me di y que, como consecuencia de ello  -creo-  me sucedieran
 los extraños acontecimientos que estoy relatando; ahora sé que el
fuerte golpe o bien me hizo perder el conocimiento o bien, de alguna
forma inexplicable, hizo que me transportara a una dimensión
desconocida; puede que incluso hubiera transcurrido mucho
más tiempo del que yo pensaba, pero la cuestión es que, cuando
me reincorporé   -no sé en qué dimensión-  ya había empezado a
anochecer; no pude comprobar la hora porque ese día no llevaba el reloj; 
tampoco pude hacerlo en el cuentakilómetros porque con la caída
se habría caído y no lo veía por ningún sitio; empecé a recordar mi
experiencia en el Mirlo y comenzó a helárseme la sangre; enseguida
 tomé la decisión de retroceder, pero justo cuando empezaba a
subir la rampa que precede a la Torre del Bisbe pude ver 
-al menos eso me pareció-  como de la propia masía salía un
resplandor extraño, de color ocre y un fuerte olor a azufre; a su
vez me percaté de que cerca de la propia casa había un gran gentío;
sí, eran unas quince o veinte personas que portaban unas túnicas
 oscuras que les tapaban la cabeza parcialmente; puede que tan
 sólo fuera  un grupo de jóvenes intentando pasárselo bien; puede
que así fuera, pero a mí me parecían monjes franciscanos; y
además, por algún motivo, muy enojados; uno de ellos
llevaba algo parecido a una cimitarra; no me atrevo a decirlo,
pero juraría que incluso la cimitarra rezumaba un líquido viscoso
de color rojizo; ¿sangre?; que cada uno piensa lo que quiera,
 aunque yo, sinceramente, creo que sí.

Lo único que pude hacer fue dar media vuelta y seguir por
 La Salud con dirección a la carretera de Vallvidrera; casi no
pude percatarme de cómo uno de los monjes se me había
 aproximado blandiendo su cimitarra con la intención de rebanarme
el gaznate; por fortuna no llegó a alcanzarme; aceleré todo cuanto
 pude; subí el tramo posterior, que comienza en lo que conocemos
como “la zona de la rejilla” y que termina en una fuerte curva a la
derecha en trepidante subida, como nunca había subido; esta curva
marca el final de una zona boscosa profunda que produce escalofríos;
 a partir de ahora el terreno se hace mucho más llevadero, aunque
sin dejar de subir en ningún momento.

Casi no me di cuenta de que se había hecho de noche; deberían
ser alrededor de las 22:00 horas; seguramente, por alguna razón
desconocida, los sucesos de la Torre del Bisbe habían durado mucho
más tiempo del que yo había pensado; sea lo que fuere, el caso es que
cuando llegué a la “doble curva” pude comprobar que no se veía
absolutamente nada; que bien que me habría venido un buen foco;
 ni siquiera me hubiera hecho falta el foco camboyano;  hubiera
bastado uno normalito; decidí parar un rato en este lugar y pensar
 bien qué podría hacer a partir de entonces; tenía dos claras opciones:
 la primera sería continuar hasta la carretera, y más concretamente
hasta el Coll de Les Torres, pero una vez allí debería volver a casa
 por la propia carretera, de noche y sin luz, jugándome el tipo; no; no
era una buena opción; por eso escogí la segunda, que consistía
en girar a la derecha y bajar por la Penya del Moro hasta Sant Feliu.

La segunda de las opciones significaba pasar cerca de lo
que después hemos conocido como “El Cabestro”; pero
 entonces no tenía ese nombre; os contaré a propósito una anécdota,
que me consta que es cierta; la subida del Cabestro era, y
supongo que continúa siendo, conocida como la Subida
del Borrachera; éste era  -digo era porque ya ha fallecido- el dueño
de la masía que hay a la altura de La Salud, antes del
comienzo de la durísima rampa; hubo un tiempo, seguramente
cuando las bicicletas no estaban tan bien preparadas como ahora,
que este señor ofrecía una comida a todo aquél que subiera por el
Cabestro, sin poner pie en tierra; pues bien, se comenta que no
tuvo nunca necesidad de invitar a nadie; el motivo parece evidente.

Había empezado a moverme con dirección a la Penya del Moro
cuando de repente oí tras de mí lo que parecían voces; al principio
no entendía qué decían, pero a medida que quienes vociferaban
se me acercaban pude entender algo parecido a “vamos a por ti
o similar; se trataba de dos ciclistas que venían tras de mí
con las peores intenciones; esto me desconcertó bastante,
tanto que sin darme cuenta, a la altura del cruce del Cabestro,
giré a la derecha encaminándome hacia el propio Cabestro en
lugar de proseguir hacia la Penya del Moro.

No tengo datos de esta impresionante subida; sólo os diré
que la he bajado un par de veces y que da miedo … bajarla;
como os he dicho antes, no tengo los datos técnicos del Cabestro
en subida; podría invertir el track de bajada y calcular así tanto la
distancia y el porcentaje de subida, pero prefiero esperar a
hacerme con los datos reales cuando lo haya subido, que espero
sea pronto; en cualquier de los casos, el porcentaje de las rampas
debe rondar el 25%; os aseguro que no exagero nada; puede
que incluso me haya quedado corto; ya veremos.

Pues bien; sin darme cuenta comencé a bajar por el Cabestro,
aunque no tardé mucho tiempo en saberlo; justo cuando me
encontraba en la primera de sus rampas; casi me alegré de
haberme equivocado, ya que sabía que la trepidante bajada me
 llevaría enseguida a La Salud, muy cerca del casco urbano de Sant
 Feliu; los dos ciclistas se me habían acercado tanto que pude ver
 perfectamente la bici de uno de ellos, y ésta no era otra que la KTM
de color naranja que unas horas antes había visto en el Pla; por
eso supe que estos dos ciclistas eran aquéllos de entonces;
pero aún hay más; en un momento dado pude incluso ver la cara
de uno de ellos, y éste no era otro que nuestro viejo amigo;
 sí … el ciclista del pañuelo negro, sólo que esta vez no llevaba
pañuelo alguno, lo cual dejaba ver su reluciente calvicie; pude
reconocerlo por su mirada; era una mirada que yo ya conocía; 
que me dijo algo, pero no pude oírlo bien; aceleré la bici pero no
pude despegarlos; seguían a mi altura; de repente tuve a la vista
 la rampa más espeluznante; como durante los últimos días había
llovido bastante, se había acumulado algo de barro, de tal suerte
que la bici resbalaba sin remedio; era imposible pararla; lo único
 que se podía hacer era echar el cuerpo para atrás e ir controlando
hasta el final; no se podía hacer otra cosa; al final de la bajada se
me hizo ver la figura de alguien con algo en una de sus manos,
pero como aún estaba lejos y era de noche, no estaba seguro;  no
estaba seguro de nada; lo que sí pude apreciar es que los dos
ciclistas me pasaron como una exhalación, cada uno por un lado;
diría que no me vieron; ¿cómo era eso posible?; no lo sé; la única
explicación  -a mí al menos no se me ocurre otra-   es que
estuviéramos en dimensiones  paralelas; pero en ese caso yo
tampoco debería haberlos visto a ellos; bien … no perdamos el
 tiempo; dejemos estas cosas para que las resuelvan quienes
realmente saben del tema; el propio Grifoll podría ser uno de ellos.

El horror; esta es la última de las sensaciones humanas
que quería analizar; digo bien; los animales, que yo sepa,
desconocen qué es el horror; puede que si conozcan el miedo,
pero no el horror; pensemos en el cervatillo unos instantes antes
de ser devorado por una fiera o en los corderos que esperan su
turno en silencio antes de ser sacrificados y que inspiró la famosa
película que todos conocemos; puede que sientan miedo, pero el
horror es otra cosa; el horror tan sólo podemos sentirlo los humanos
porque lo que produce es una mezcla desordenada de las percepciones
que origina que no sepamos en qué mundo nos encontramos;
 los sentidos de los animales son demasiado perfectos para que
puedan desordenarse; pero los nuestros no; por eso percibimos el horror.

Pues bien, horror es lo que yo sentía cuando bajaba por
 la rampa resbaladiza sin control alguno; a medida que me
acercaba al final, pude comprobar que abajo había una persona
de edad muy avanzada que portaba algo parecido a una catana que
chorreaba … sangre; cuando los dos ciclistas que me precedían
 llegaron a su altura, el anciano, con una habilidad fuera de lo
común y con unos movimientos tan rápidos que dejarían
helado al protagonista de “La Furia del Tigre Amarillo”, le rebanó
el pescuezo a uno de ellos; el otro se libró de milagro;
yo pude presenciar esta escena con total nitidez dado que en
aquel lugar se reflejaba una luz tenue que no sé muy bien de donde
provenía; noté cómo el suelo estaba lleno de lo que yo, al principio,
pensaba que eran piedras; luego descubrí que eran cascos; y
algo más tarde pude comprobar horrorizado cómo en el interior
de algunos de ellos permanecían aún las cabezas de sus antiguos
propietarios, rebanadas con habilidad a la altura del gaznate; la
sensación que tuve no puedo describirla; nunca podré hacerlo;
cuanto menos con el actual abecedario; deberían añadirse
vocablos nuevos para que yo pudiera formar las palabras adecuadas
para describir la sensación que me producía la escena que estaba
viviendo; lo peor es que yo mismo me aproximaba sin remedio
al lugar en donde se encontraba aquel sujeto con la catana en la
mano; por alguna razón desconocida supe que se trataba del viejo
Borrachera que se había levantado de su tumba para cobrarse
los trofeos en forma de cabezas de todo aquel que no había
podido subir el Cabestro; a medida que me aproximaba a donde
él estaba, el desnivel de la rampa disminuía y, a su vez, el suelo
se cubría, cada vez más, de cascos; algunos con su horrendo
contenido; los había de todas las marcas, medidas y colores;
 confieso que tuve la intención … pero pronto comprendí que
no era ni el momento ni el lugar de pararse a coger uno; yo me
sentía como un cordero esperando en silencio su turno; casi no
podía sortear los cascos que allí habían; no sólo había cascos;
 también habían restos humanos; lo que más abundaba eran
las resplandecientes y desafiantes calaveras de algunos
desgraciados bikers que habían pagado con su gollete no haber
podido subir el Cabestro; las había por doquier; casi tantas
como cascos; faltaban aproximadamente unos cinco metros
para llegar a donde estaba apostado el viejo Borrachera; esta
vez estaba seguro de que no podría contarlo; el viejo
decrépito agarró entonces fuertemente la empuñadura de su sable,
con ambas manos, y se quedó mirando mi pescuezo para procurar
no fallar, a la vez que comenzó a girar los brazos para tomar el
suficiente impulso y dar un golpe certero que separara con destreza
la testa del gaznate;  no hay duda de que quería hacerlo bonito;
 tenía mucha práctica; pero yo no estaba dispuesto a ponérselo fácil …

Hay veces  -la mayoría de ellas-  que el horror origina que quien
 lo sienta quede petrificado, inmovilizado, sin saber qué hacer;
 pero otras, sin que se sepa muy bien por qué,  hace que afloren
cualidades que nunca se hubiera sospechado que se tenían;
se ha comprobado científicamente que una persona, bajo los efectos
del horror provocado por una fuerte presión física o psicológica,
pueda llegar a mover un peso cinco veces superior al que
normalmente movería en otro tipo de circunstancias; algo
de eso debió ocurrirme a mí; viendo que llegaba mi hora,
no sé cómo pero tuve los suficientes arrestos, fuerza y
habilidad para levantar la rueda delantera de la bici, protegiendo
de esta forma mi anhelada cabeza; pude así burlar al viejo
Borrachera, que se quedó boquiabierto con su catana en la mano
 esperando una nueva oportunidad; reconozco que yo tuve mucha suerte.

Intenté alejarme de allí a toda marcha; digo intenté porque
 había algo que impedía que girara la cadena adecuadamente,
por más fuerza que yo hacía; el viejo debió percatarse de que
algo me ocurría porque enseguida comenzó a apresurarse hacia
donde yo estaba; no se daba por vencido; venía a por su presa;
por fortuna se movía muy lentamente, aunque la bicicleta aún iba
más lenta; tan sólo la inercia hacía que no se parara del todo;
aunque ello no tardaría en llegar; pude observar cómo el viejo
 Borrachera se me aproximaba y levantaba su sable dispuesto
a dar el golpe definitivo; entonces bajé la vista y me di cuenta qué
era lo que impedía que la bici pudiera rodar con normalidad:
se había metido una oreja entre el cubrecadena y la propia cadena,
 impidiendo que ésta pudiera girar;  la saqué como pude instantes
 antes de que el viejo llegara y pude marcharse de allí,
ahora sí, como loco.

Pronto llegué a la pista principal de La Salud, en la cual se
reflejaba algo de luz proveniente de Sant Feliu, lo cual me
facilitaba rodar; al cabo de unos instantes llegué al casco urbano,
 sin más sobresaltos; a la altura del cementerio vi a nuestro
amigo, el ciclista del pañuelo negro, que estaba en la puerta
 retorciéndose de dolor con la mano ensangrentada puesta
en donde debería haber una oreja; la misma que instantes
antes casi origina que el viejo Borrachera me rebanara el
cuello; se me quedó mirando extrañado de que estuviera
entero; creo que incluso admirando mi buen nivel; pero eso
no impidió que me señalara con un dedo y me amenazara
con un gesto característico si volvíamos a encontrarnos;
yo me alejé de allí y regresé ya a casa; eran las 0:30 horas.

¿Qué había ocurrido?; ¿había sido todo obra de la imaginación?;
¿verdaderamente el viejo Borrachera se había levantado de
su tumba para rebanar pescuezos a diestro y siniestro?;
¿es cierto que al ciclista del pañuelo negro la falta una oreja? … son
muchos interrogantes y muy pocas respuestas; lo que sí sé es que
unos días más tarde, haciendo el recorrido de La Salud, pude
recobrar mi cuentakilómetros al encontrarlo en el mismo sitio
 en el que presumiblemente lo había perdido; puede que sean
 meras coincidencias, pero, para por si acaso, debemos subir el
Cabestro, no vaya a ser que algún día nos encontremos al viejo
Borrachera dispuesto a cobrarse algún que otro trofeo a
nuestra costa; desde luego yo estoy decidido a subirlo lo antes
posible, pero una vez lo haya superado, si alguna vez me
pierdo … no me busquéis en el Cabestro; o sí ... aunque eso
pertenece a otro relato que ya contaremos, a pesar
de que no sea apto para todos.

 

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